La muerte de un papa
En deuda con Dios (...), me resultaba impensable que aquel líder carismático, el mismísimo vicario de Cristo en la tierra, fuera un sujeto polémico, sinuoso, con doble o triple discurso y moral.
(Francisco en 2020. Foto de Franco Origlia para GQ)
Hace poquito más de veinte años, los primeros días de abril de 2005, atestigüé por vez primera la noticia de la muerte de un papa. Se trataba, ni más ni menos que de Juan Pablo II, hasta entonces uno de los pontífices más mediáticos y populares de la historia. Su tiempo en el cargo fue, sin lugar a dudas, revolucionario. Entronizado en 1978, fue el papa de la última crisis nuclear, de la caída del muro de Berlín, del fin de la historia, de la extinción del socialismo como mundo posible, de la globalización, del internet y de la consagración del capitalismo, en su voraz encarnación neoliberal, como orden único e incuestionable de nuestro planeta. Dicen los historiadores y los analistas que Juan Pablo II, también conocido como el papa viajero o el papa misionero, no solo supo surfear esa ola histórica, sino que lo hizo con particular entusiasmo.
Su prédica y su papel en la publicitada “apertura democrática” de los países europeos que antes conformaron el muy ateo bloque socialista fue clave y es señalada como uno de sus logros. A fin de cuentas, al Vaticano le vino de perlas que menos países pusieran límites políticos a la expansión de la fe católica y cristiana y cuesta imaginar, por lo mismo, que el derrumbe del socialismo como retador del occidente cristiano no fuera visto con satisfacción por el representante de Dios en la tierra. Fue también el comandante de una muy enérgica restauración conservadora dentro de la iglesia, que lo mismo condenó y bloqueó cualquier avance del papel de la mujer en la jerarquía católica; fustigó y prohibió entre sus devotos las políticas de control de la natalidad y métodos de contracepción, a pesar de que la pobreza y otros plagas como el VIH hacían estragos en zonas miserables del mundo; marginó y atacó a la diversidad sexual, señalando a la homosexualidad y a sus causas como el matrimonio igualitario como “nueva ideología del mal” y que condenó al ostracismo, por izquierdistas y rebeldes, a otros religiosos que proponían una visión más progresista e inclusiva de la Iglesia católica, donde los pobres, sus luchas y sobre todo sus reivindicaciones tuvieran un lugar central. Como cereza del pastel, JPII fue el gran apañador de los más temibles depredadores sexuales que, bajo el cobijo de las sotanas sacerdotales, destruyeron las vidas de un incalculable número de jóvenes en lugares como México, Perú, Chile, Estados Unidos, Alemania, Australia o Irlanda.
Hace dos décadas, sin embargo, yo todavía albergaba unos cuantos ideales flotando en vastos mares de ignorancia como para creer que el muerto era un viejito bueno, un auténtico héroe de amor de rostro apacible y angelical, que veinte años antes, en 1985, cuando yo era un crío de nueve años, había visitado el Perú, regalándonos discursos donde derrochó carisma y simpatía y levantó la alicaída moral de un país empobrecido y aterrorizado por las bombas de sanguinarios grupos guerrilleros, muy comunistas y ateos además. Recuerdo también cuánto me indignó que el director de un diario que pertenecía al mismo grupo editorial donde yo trabajaba escribiera una columna donde, con prosa poco lograda y un tanto virulenta, planteaba sobre Juan Pablo II los mismos cuestionamientos que acabo de repasar líneas arriba.
Años más tarde y equipado con algo más de información y criterio tuve que reconocer que aquella columna de abril de 2005 decía, a pesar de su pobre estilo, la pura verdad. En mi defensa, diré que en aquellos tiempos en que se murió John Paul yo vivía un momento personal complicado que me había hecho abrazar la fe católica –en la cual estaba bautizado, comulgado y socializado desde que nací–, como un madero al cual aferrarme para atravesar una tempestad emocional y existencial. En deuda como me sentía con Dios y los evangelios, me resultaba impensable que aquel líder carismático, el mismísimo vicario de Cristo en la tierra, fuera un sujeto polémico, sinuoso, con doble o triple discurso y moral, capaz de endulzar nuestros oídos con pura retórica para engatusarnos y conducirnos hacia el rumbo que más convenía a poderosos como él. No podía, en suma, creer ni entender que Juan Pablo II, fuera un poderoso, subyugante, influyente y controversial líder político. Uno muy grande y decisivo además para el destino del mundo que habitamos, el de la llamada civilización occidental.
(Jorge Bergoglio, antes de ser Francisco, en el subte de Bs.As. Por Pablo Leguizamón)
De regreso al presente, pasaron otros veinte años para que me tocara atestiguar por segunda vez la muerte de un papa. Esta vez fue Francisco, el papa Pancho, el papa argentino y futbolero, el papa peronista o antiperonista, dependiendo de qué lado de la grieta social de ese hermoso país nos paremos a preguntarle a sus paisanos. Hoy con más información y criterio, con nuevas y mejores dudas, pero sobre todo con más años sobre mi espalda y ante mis ojos, me atrevo a decir que esta vez ya no me equivoco al sentir que con Francisco se nos fue un mejor líder.
Un tipo real y con argumentos, que más allá de la pompa y la circunstancia celestiales, tenía los pies y los ojos puestos en la tierra. Un líder que habló directamente sobre lo que nos agobia y nos angustia y denunció mucho de lo que nos indigna. Un jerarca que tendió manos, construyó puentes, actuó para castigar a varios que lo merecían y que sobre todo nos escuchó, respondió a muchos de nuestros cuestionamientos y nos ayudó a entender cuál era su papel, sus posibilidades y sus limitaciones. Es, honestamente, casi todo lo que espero de aquellos que deciden asumir la gigantesca responsabilidad de ser voz y referente de muchos. Es lo que necesitamos y lo que vamos a extrañar furiosamente ahora que Francisco ya no está. Un líder con los pies en la tierra, un corazón cálido y una mirada capaz de distinguir ese amor universal que, dicen las religiones, a todos nos habita.
De acuerdo con tu reflexión. En relación con el Perú, el haber castigado a Cipriani y disuelto el Sodalicio de Vida Cristiana (acusados de abusos y pedofilia) fueron su punto más positivo.
Solo una corrección: en 1985 no teníamos grupos "guerrilleros", eran grupos terroristas.